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Divino presente

  • fran4933
  • 11 sept 2024
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 28 sept 2024

Cuando observamos detenidamente un árbol, sus ramas, su frondosidad, su follaje y sus hojas individuales, percibimos formas bellas, patrones geométricos exuberantes, pero escasea en esas visiones el movimiento. Con esto quiero decir que el movimiento de las ramas o las hojas será la mayoría de las veces la acción del viento que pasa, pero las estructuras per se son relativamente inmóviles; su crecimiento y florecimiento son algo muy larvado como para poder abrazarlo en la percepción de unos pocos segundos de consciencia.


Totalmente diferente sucede cuando vemos animales, donde el ente individual tiene muchos movimientos espontáneos y por ende dotamos de mayor vida o ánimo a estos que a la vegetación. Pero los pueblos considerados “primitivos” se caracterizan por una visión de mundo impregnada de lo que los antropólogos han llamado “animismo”; es decir, para ellos, el reino vegetal no está adormecido, sino, valga la redundancia, animado. Una brisa mueve el verdor de la montaña y parecer provenir más de la agitación de la mente que de la atmósfera terrestre.


Nada puede ser más constitutivo a cualquier hecho que caractericemos como “animado” que el movimiento. No podríamos nunca afirmar de una fiesta, por ejemplo, que está "animada", si no percibiéramos de primera entrada un exceso de movimiento. Y podríamos ir un poco más allá, y notar que entre más rectilíneo el movimiento, como el de una marcha militar, menos potencial expresivo nos parece que tiene. Es inconcebible ver a los soldados sincronizados marchando y describirlo como un evento animado. Todo lo contrario, su actitud rígida y cuadrada connota tirantez y severidad. Lo animado, en cambio, respira de su opuesto: de libertad. Y por esto, bailar, la antípoda de marchar, implica flexibilizar el entumecimiento articular para justamente, curvear el cuerpo. Lo rectilíneo es disciplinar, orientado al hábito, como caminar. Su transgresión mediante la curva es liberación, el preludio de la creatividad.


Al comparar entonces nuestro modo de consciencia con el de otros pueblos animistas y siguiendo las teorías físicas que intuyen la presencia de campos ondulantes como sustrato de la materia, concluiríamos que si ellos ven más ánimo, más movimiento, su consciencia está entonces de alguna forma más inmersa y penetrada en la materia. Como si los átomos les fueran mucho más translúcidos y dejaran entrever las misteriosas ondas de probabilidad que se esconden tras ellos. Y toda diafanidad siempre luce más real que toda opacidad, pues la nitidez apacigua inmediatamente una tensión que parece inherente al humano: la tensión de lo nebuloso, la ansiedad de lo insinuado pero no completamente dibujado. Ese tinnitus ocular que agobia nuestros párpados cuando manejamos en la neblina. Al fin y al cabo, el temor a la incertidumbre.


La profundización del flotar usual de la consciencia en las vastas aguas del mundo, que es la acción inaugural de cualquier práctica orientada a la trascendencia, puede desnudar entonces esa inmovilidad que falsamente reviste la realidad que percibimos. Lo que obtenemos es esa sustitución de lo angulado por lo curvo, y se hace evidente que las curvas generadas tienen además cierta oscilación, cierta fluidez. Y la firmeza discursiva con la que los objetos y fenómenos cotidianamente hablan a nuestros ojos adquiere magicamente una cautivadora prosodia, y un entusiasmo lírico comienza a filtrarse por nuestros poros para retozar con nuestro sonámbulo corazón.


La fluidez resuena de inmediato con nuestras emociones, porque ellas tienen este mismo talante de inquietud; son esquivas, recorren nuestras vísceras y nuestra piel sin poder nosotros precisarlas puntualmente en ningún lugar. Se bambolean constantemente de nuestra consciencia a nuestra inconsciencia con muy poco control volitivo por nuestra parte. No las podemos fijar ni en nuestro entendimiento ni en nuestro cuerpo. Su carácter y existencia se funda en el vaivén.


Como dos personas cuyas almas resuenan juntas y cuando conversan frente a frente tácitamente reconocen en las angulaciones periódicas de sus párpados, el bailoteo juguetón de sus cabezas, los pliegues expresivos de sus frentes, el arqueo lúdico de sus cejas, los surcos jubilosos de sus mejillas y los recodos reveladores de sus labios, la danza armónica de dos corazones que se comprenden y complementan. A través de esos serpenteos y sinuosidades faciales anuncia el amor su entrada triunfal al mundo humano.


Todo lo que oscila de forma regular, todo lo que se bascula parece engendrar al mismo tiempo placer y significado, como dos caras de la misma moneda. En lo que se bambolea encuentra nuestra consciencia un aliado, un espíritu que le comunica y por eso nuestra alma se mece en las olas del mar como un bebé en los brazos de su madre. Encuentra en esa movilidad consuelo vital, un pasado perdido que ha sido siempre su dulce asidero.


De la misma forma que halla en las cuerdas oscilantes del piano y del violín surgidas de los dedos sabios de un Bach o un Mozart, la melodía que profetiza la existencia de un secreto cósmico inalcanzable pero rozable. El tesoro que celosamente encriptan también los arpegios de Mangoré y las cuerdas vocales de la Reina de la Noche. El arte vibratorio es el origen del universo, y mediante él alcanzan el orgasmo los Dioses, de cuya esperma germinamos nosotros en el útero terrestre.


Esas oscilaciones son de la misma estirpe que las contracciones y dilataciones de nuestra voluntad, de cuyo contraste surgen las múltiples emociones que caracterizan el ser. Esas privaciones y ambiciones de la voluntad que dibujan con sus pinceles y colores los arquetipos oníricos de Jung. ¿Y ambición de qué? ¿Qué añora en última instancia la voluntad? Ser parte de, reconocerse en otros y sentir su pulcra esencia reflejada en la naturaleza, regalándonos mediante ese noble acto la gracia que nos sorprende ocasionalmente en el placer estético de un simple existir. Ese existir presente embriagado de sentido sin necesidad de causa contingente y efímera. Es ahí cuando resonamos con el ritmo eupneico del diafragma de un Dios omnipresente pero insondable y a consecuencia de esto, inmolado cíclicamente al fulgor de la lógica. Es en defensa de su inocencia que canta efusivamente Venus, intentando reblandecer el rigor de Saturno. Desnudando así toda la naturaleza, encontraremos bajo su serio antifaz portentos emocionales, Dioses y espejos de nuestros ser interior. Criaturas del fondo marino que ignorábamos que nadaban subrepticiamente en nuestra sangre.


Las crestas y valles de la voluntad generan esos millones de nudos afectivos que hilvanan nuestra biografía y que tenazmente intentamos desentrañar mediante el intelecto, con desalentadoras tasas de éxito. Ira con cariño, miedo con coraje, amor con rencor, felicidad con nostalgia, tristeza con remordimiento, desatino con valentía, amargura con esperanza, sollozo con orgullo, desesperanza con consuelo, traición con piedad, venganza con lástima, incertidumbre con ansiedad, ansiedad con desesperación, desesperación con caos, caos con renacimiento. La agrupación en pares es solo un atajo mental, en la vida real las posibilidades combinatorias son infinitas, así como sus maneras de expresión en los diferentes individuos. De este impulso combinatorio y expresivo de la voluntad afectiva se intuye la noción del eterno retorno o eterno presente: el eterno lo tiñe de movimiento y evolución, de que nunca se manifiesta igual. Y el presente le da el tono de estabilidad, de que es un futuro polimórfico pero con una matriz-madre pretérita que se mantiene constante, mediante la cual la vida permite siempre su reconocimiento, aunque su esencia sea imposible de conceptualizar más que con el auxilio de las metáforas. La polisemia es la única ventana de donde podemos mirar a Dios: la nube mutable de Emerson que es siempre y nunca la misma. “Como el poeta, compone veinte fábulas a partir de una sola moraleja”. Esto es lo único absolutamente real: la metamorfosis incesante y creativa de las mónadas afectivas que cunden el universo por todos sus rincones.


La esencia de la vida es así, huidiza, pero nunca se niega a misma: discurre como agua por entre los dedos de la razón, pero nuestro corazón bebe todos los días de ella. Y aunque la certeza de su existencia no la podamos retener en nuestras uñas conceptuales, su atisbo es innegable en esa plenitud del alma que tanto nos satisface cuando la tomamos de manantial en su forma más pura. Divino regalo nos dio la vida de poder zambullir como cisnes nuestra sobria cabeza en su ebria agua bendita. El auténtico presente de su sagrada beatitud.

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