La herejía de Nietzsche
- fran4933
- 30 jul 2024
- 11 Min. de lectura
Actualizado: 16 ene
No podría existir algo así como una moral puramente individual, como profesa el Zaratustra de Nietzsche. En su repudio contra el cristianismo y su odio a las morales añejas, este filósofo prefirió renegar cualquier metafísica más allá del ego individual. Renegó intencionalmente todas sus inspiraciones dionisíacas plasmadas en su primer libro El nacimiento de la tragedia.
Una moral dogmática como la cristiana (sobre todo aquella nutrida de puritanismo órfico o maniqueo) o individual como la de Nietzsche son ambas oxímoron. Pues cualquier moral impuesta o que no es espontánea es superficial, estéril y efímera. Y cualquier moral que no tome en cuenta al “otro” degenera en vanidad. La moral no puede ser nunca un mandamiento ni puede promover aplastar al otro; la moral es siempre una tesitura emocional que inspira y dirige a un individuo que como consecuencia directa de sus pasiones se vuelve piadoso. El sujeto piadoso no se construye de forma erudita; no estudia teología ni se sumerge en kantianismo; solo tiene vivencias emocionales particulares que lo hacen ser como es.
El error de la filosofía nietzscheana sobre lo dionisíaco es que él conocía estas vivencias probablemente solo de palabra, pero no de acto. No participó nunca del coro ditirámbico de la tragedia griega para experimentar las emociones de ruptura del “principio individuatuonis”, acto inaugural para distanciarse de la vivencia caracterizada por la fe absoluta en los símbolos estáticos que construyen los sentidos con la ayuda del cerebro, incluyendo el cuerpo individual. Porque las narrativas derivadas de los rituales dinosíacos no tienen ninguna existencia sensata plena si no se acompañan de los estados anímicos correspondientes, que además deben ser adecuadamente encauzados de forma que el individuo no se sienta abrumado por su poder. Cuando no hay participación en estos rituales de donde surgen emociones distintas de las de la cotidianidad -donde se expande el rango de la tesitura emocional usual- los símbolos comienzan a estudiarse de forma teórica y el ritual visto así de lejos peca por supuesto de absurdo e irracional.
El cielo religioso es un gran ejemplo de esta desvitalización de lo simbólico. No es un mundo material diferente del que tenemos, localizado en otra galaxia donde habitan seres completamente bondadosos. Si partimos del principio que nuestro mundo material es también un conjunto de símbolos ritualizados y que detrás de esos símbolos solo hay energía creativa, entonces sabremos que a lo que aspiramos con nuestra metafísica es a experimentar esa energía creativa de primera mano. Y esa energía creativa se experimenta como un cartel de emociones profundas que le dan al sujeto el sentido de lo “sagrado”. El sentido de la vida se vuelve autoevidente y un sentimiento de enamoramiento invade a este sujeto; un enamoramiento que no va dirigido a un objeto específico sino que está diluido sobre todo a lo que se percibe enlazado mediante esa energía creativa. Es en ese momento donde el sujeto cree que el amor es el fin último de la existencia y sus acciones se van progresivamente tornando bondadosas. El milagro ocurrido fue que se enamoró de la existencia. Se libró de esa posición viciosa sostenida de estar perennemente enamorado solo de él, como ente viviente sobre el que gira todo el universo. Ya quebró el cascarón de su principio individuatonis y reabrió su corazón a toda la corriente de la vida.
Y la corriente de la vida no conoce el bien o el mal; es solo un ciclo eterno de nacimiento y muerte, de generación y destrucción sin que ninguno de estos opuestos pueda tener jamás una connotación negativa. La muerte no es más indeseable que la vida. Lo trágico de la muerte solo existe en la mente humana cuando no ha podido vivir más allá de si mismo; cuando idolatra su cuerpo y su ego y entonces teme perderlo. Esto no podría suceder jamás en ningún otro lugar de la naturaleza cuya vivencia no se de a través de emociones a las que llamo ego-emparentadas. Es decir, emociones mediante las cuales surge justamente un ego: un individuo aislado del universo como nosotros, cuyo fin primordial es prolongar su materia indefinidamente; aquel que busca juventud eterna e inmortalizar su nombre todo lo que le sea posible. Aquel que cree que posee algo propio, que es dueño de algo.
Solo en el humano aislado las emociones no están balanceadas de forma adecuada. En cualquier otro ser que esté viviendo más allá de si mismo, vinculado auténticamente con la naturaleza, las emociones son siempre mixtas; en cada luz se percibe un fondo de oscuridad y en cada oscuridad se vislumbra una luz al final. Porque no hay pérdida en la naturaleza que no este acompañada de ganancia en algún otro lugar; no hay un acorde menor que no apunte a resolverse en un acorde mayor. Esta es efectivamente una vida feliz, extática. Una vida que transcurre como una canción, donde la tristeza es placentera y nunca eterna. Todo es juego y nada apunta a un fin determinado.
Pero el ser humano se parcializó; el ser humano dejó de recibir la energía del corazón de la naturaleza y ahora solo percibe su propio corazón; el flujo de su sangre y la electricidad de sus nervios es la única energía que lo recorre, que se le ha tornado ya monótona. Y cuando esto sucede, cada acorde se vuelve un fin en si mismo; se disecó la melodía de la vida, se realizó una reducción cartesiana de la misma para experimentarla por partes y ahora la tristeza se volvió pura oscuridad, la luz se volvió incandescente y la vivencia global es errática, balanceándose entre blanco y negro sin vivir plenamente la armonía multicolor. Así nace realmente el sentimiento trágico de la vida humana. En el corazón de la naturaleza y la vida misma nada es trágico, solo hay creación armónica.
Es este nuevo matrimonio con el corazón de la naturaleza lo que simboliza esta promesa de un cielo; es esta capacidad de volver a experimentar la melodía vital y tener una vivencia puramente artística/estética, sin que la tristeza o la alegría sean fines en si mismos sino solo modos emocionales para evocar escenarios, para bailar, para imaginar otros mundos posibles, para inspirarnos y para hacer de la vida una autentica obra de arte; para hacer la vida material-terrenal un reflejo de lo que es: energía creativa pura.
No podremos entender nunca la moral, la mitología, el sentido de la vida y la religión si no logramos salir por un momento de la cárcel de las emociones ego-emparentadas, que impiden la bondad y más bien propician la crueldad. Porque cuando nos desvinculamos de la naturaleza perdemos esa sabiduría con la que ella dirige todo; la sabiduría de todo lo que puede existir sin ciencia, que es básicamente todo el reino animal, vegetal y fúngico fuera de nosotros. Porque la ciencia es exclusivamente humana y aunque la vemos como la mano invisible del progreso humano, es únicamente la mano invisible del avance tecnológico. Y no hay ninguna correlación entre tecnología y felicidad. De lo contrario la sociedad occidental sería más feliz que todas las civilizaciones mal llamadas “primitivas”, algo que incluso parece apuntar en el sentido contrario.
La tecnología otorga mucha comodidad a costa de perder profundidad en el sentido de la vida. Si el sentido no es autoevidente, requiere buscarse. Y el ser humano dirigido por la filosofía lógica-utilitarista-material lo encuentra lastimosamente mediante el artificio de la posesión material. La posesión material le da confort y le aumenta su sentido de valor. Pero la materia solo viene de la naturaleza y para conseguir materia prima necesita explotarla. Necesita violar el flujo natural de toco acaecer natural. Necesita deforestar, necesita hacer minas, necesita domesticar plantas y animales. Nada de esto a pequeña escala sea probablemente perjudicial; es su ejecución masiva lo que altera todo el ecosistema. Y la única función de la producción en masa es acumular bienes; es decir generar “riqueza”. Tener más de lo necesario para sobrevivir, para que se permita la apropiación de la plusvalía por unos pocos.
El ideal de posesión material entonces explota la naturaleza sin perder de vista que para realizar este proceso en masa requiere dos estrategias indispensables: adueñarse aleatoriamente de una porción de tierra y conseguir seres humanos que la trabajen, es decir esclavitud y trabajo forzado.
El motor principal de la tecnología ha sido entonces la construcción de bienes materiales cuyo valor es el confort que otorgan, promoviendo sin embargo la colonización, apropiación de tierras y explotaciones de individuos en el proceso. La mayoría de estos bienes inician como medios de confort para evolucionar posteriormente a signos de distinción o estatus. Los bienes (o males más bien) materiales se vuelven así estrategias de jerarquización en clases sociales, todo lo cual degenera en elitismo y nacionalismo.
¿Cual es el contrapeso de esta filosofía lógica-utilitarista? Realizarse no a través de la construcción u obtención de bienes materiales sino a través del arte; la filosofía del romanticismo. Los objetos materiales son reflejo puro del intelecto racional-matemático pero el arte es reflejo puro del estado anímico del sujeto. Uno hipertrofia la facultad clasicamente asociada al cerebro pero la otra hipertrofia la facultad clasicamente asociada al corazón. Y un corazón que se abre recibe de forma automática la energía de la naturaleza y como consecuencia se vuelve un sujeto inspirado.
Con esto volvemos a un problema solo tácitamente plasmado al inicio del texto: el ser humano es capaz de muchas vivencias anímicas, unas más ego-emparentadas y otras más supra-egocéntricas. Unas refuerzan las fronteras del individuo y otras la debilitan. Aquí apoyo la tesis de Nietzsche de que el arte más sublime es aquel mediante el cual “comprendemos una alegría por la aniquilación del individuo. Porque solo en los fenómenos singulares de tal aniquilación se nos hace comprensible el fenómeno eterno del arte dionisíaco”.
El arte dionisiaco por antonomasia es para él la vivencia musical del coro ditirámbico de la tragedia griega, donde se experimenta el placer no en las apariencias sino detrás de ellas por completo. El peso de su argumentación sobre la primacía de la música, que la eleva incluso a premisa ontológica y formativa previo a cualquier apariencia material, lo toma de Schopenhauer:
“Todas las posibles aspiraciones, excitaciones y manifestaciones de la voluntad, todos esos procesos del interior del ser humano que la razón arroja en el amplio concepto negativo de “sentimiento”, han de expresarse mediante las múltiples melodías posibles, pero siempre en la universalidad de la mera forma, sin la materia (…) Pues, como se ha dicho, la música se diferencia de todas las restantes artes porque no es reflejo de la apariencia…sino reflejo directo de la voluntad misma y por tanto representa lo metafísico respecto de todo lo físico del mundo. “
De esta forma, experimentando la música dionisíaca “nosotros somos realmente, durante breves instantes, el ser primordial mismo, y sentimos su indómita avidez de existencia y su indómito placer de existir”. El arte dionisiaco saca al individuo de si mismo para que experimente las emociones supra-egocéntricas; lo acerca mas al mysterium tremendum de la existencia, a la energía creativa pura.
Así, toda música apacigua el sentimiento de soledad y alienación típicos del ego, pero hay diferencias en la intensidad con la que puede demostrarle esto. Mucha de la música actual es solo reflejo de las emociones superficiales ego-emparentadas. En ellas es indispensable una narrativa personal que lo que logra es sacar al ego de sí pero sin elevarlo a mucha altura; solo la necesaria para hacerle ver que muchos individuos pasan las mismas experiencias que él. La música y el arte dionisiacos por otro lado, vendrían a ser expresiones derivadas de las emociones supra-egocéntricas que el individuo es capaz de experimentar, que a su vez lo elevan tan alto para hacerle ver que todo está emparentado con él, no solo otros seres humanos.
Esta música, cuando se representa con imágenes, constituye una de las mitologías más ancestrales en la historia de la humanidad. La mitología no es más que todas esas emociones figuradas, solo asequibles al entendimiento intuitivo de aquellos que las hayan experimentado. Como todo arte, esta mitología, usualmente de carácter religioso, no se debe aprehender con el ojo intelectual porque se le destruye en ese momento. El mito no es un relato histórico sino un relato emocional.
Este relato emocional genera un único precepto moral: el amor derivado de experimentar la reunión con el uno primordial. No hay otra moral que esta; todos los demás preceptos son matices de este y si no están en relación con este, son solo reglas impuestas por el ego que dejó de entender este origen emocional del mito, y ahora solo quiere que su arte, sus rituales y su Dios sean los más “verdaderos”.
Pero es difícil aplicar el criterio de verdad científica al dominio emocional, pues en las emociones la única certeza que hay es la de su experimentación inmediata. No puedo decirle a alguien que su tristeza es mentira. Y de esta forma, decir que soy ateo, de acuerdo a nuestro análisis, solo significa: “Nunca he tenido emociones supraegocéntricas fuertes”. Decirle a otra persona que esas vivencias emocionales son mentira y negar así de golpe todo la coherencia y reproducibilidad que tienen las experiencias dionisíacas o místicas es negar la vivencia emocional del otro, lo cual es un ejercicio de soberbia que ya nada tiene que ver con racionalidad. Puedo no creer en un Dios antropomórfico histórico que tiene injerencia directa en los deseos materiales del ego; efectivamente, porque esa es una interpretación científica de la religión que perdió contacto con la esfera emocional que estamos describiendo.
Para entender mejor esto apelo a lo escrito por Aldous Huxley cuando dice que toda religión existe en diferentes niveles: como una serie de conceptos abstractos en relación con el funcionamiento del mundo; como una serie de rituales y sacramentos; y finalmente, como un matiz especial de emociones o intuiciones en relación con la unidad de todas las cosas.
Es eso último la esencia dionisíaca o mística, cuya representación en símbolos genera narrativas y mitos. Estas experiencias pierden este matiz “cuando las premisas míticas de una religión se sistematizan bajo los ojos severos y racionales de un dogmatismo ortodoxo en una suma terminada de acontecimientos históricos (…) en suma, cuando perece el sentimiento por el mito y en su lugar se instaura la pretensión de la religión de tener fundamentos históricos.” (Nietzsche, El Nacimiento de la Tragedia).
Cuando el ojo científico dirige su mirada a la religión le mata en el acto su espíritu. Porque el ojo científico observa la naturaleza, mientras que la fiesta dionisíaca o el ritual religioso auténtico lo reintegra por completo otra vez a esta, dando sentido al mito del retorno del hijo pródigo. Lo que adquiere con esto el humano es sabiduría instintiva y es la forma como todos los pueblos en la historia de la humanidad han logrado sobrevivir en su mayor parte sin una ciencia completamente hipertrofiada como la nuestra; integrados en la naturaleza son otras vez como el resto de animales, que la naturaleza los orienta en todas sus empresas, sin tener una consciencia racional de por medio.
Es así como este autor que alabó tanto a Dionisio terminó cometiendo sacrilegio al defender la supremacía del individuo (o superhombre). Porque su alabanza a Dionisio fue solo de palabra y no de emoción. Le rezó pero no participó en sus rituales y su Dios nunca apareció. Y sus emociones ego-emparentadas repudiaban la moral cristiana de la piedad y el amor y por su herencia cultural estaban más en resonancia con la moral “noble” de la supremacía y el poder de la aristocracia griega. La moral de su Dios nunca la pudo sentir y de esta forma su Dios murió y dio origen al demonio de Zaratustra. Fue incapaz de ver que el simbolismo de Dionisio siendo devorado por los titanes es el mismo que el de Jesucristo crucificado. Que Jesucristo es el misticismo dionisíaco en su mayor alcance; la unión total con la vida mediante la sacrificación del ego que permite la vivencia a través del amor.
Ya había advertido Huxley cómo la esquizofrenia resulta en muchas ocasiones de la confrontación disarmónica del egotismo con la pureza divina; la luz infinita es experimentada por el sujeto como fuego infernal y purgatorio. Y no dudo que es esta contradicción de experimentar al divino Dionisio con la megalomanía de Zaratustra lo que llevó a este polémico filósofo a la psicosis, la demencia y la muerte.
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