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La profecía

  • fran4933
  • 10 ene
  • 23 Min. de lectura

Actualizado: 16 ene

En toda cultura donde la consciencia egocentrada no está aún totalmente desarrollada, el microcosmos (es decir el murmullo caótico interno de nuestro ser) no está aún totalmente desligado del macrocosmos (el firmamento, las constelaciones, la naturaleza). Las emociones internas aún resuenan con las dinámicas de la naturaleza y el mundo luce animado; tiene así muchos resquicios de magia. Todo lo presentido en el fuero interno aún se escapa y se derrame sobre los eventos percibidos externamente, y la frontera entre mi consciencia y el mundo está difuminada. Es mucho más difícil precisar dónde empieza y termina mi individualidad. Es, para usar términos más modernos, una consciencia psicótica, característica de cualquier ego que no está totalmente condensado. El ego es, con toda certeza, una válvula mental que merma la enorme potencia de la fuerza psíquica, encerrándola en las 4 paredes de nuestro cuerpo donde la sisea continuamente. Llamamos a este modo de consciencia sobriedad. El mundo antiguo, tanto heleno como judío, está construido con un modo de pensamiento mucho menos sobrio, sino más psicótico. En palabras menos peyorativas, más embriagado. La falta de demarcación entre su fantasía mítica-que es la expresión de todas las dinámicas psíquicas emocionales que padecen- y lo que llamamos “realidad empírica”, permite que broten en sus múltiples leyendas las profecías y los oráculos. Gea profetiza a Cronos que será derrocado por uno de sus hijos (Zeus); Isaías anuncia la llegada del salvador Emanuel; la Pitia de Delfos augura la grandeza del imperio de Alejandro Magno; el sueño de Constantino vaticina el triunfo del cristianismo en el Imperio Romano, etc. No son más que los poderosos sentimientos de esperanza, ambición, devoción y terror fugándose del ser y figurándose en elementos de la experiencia vigil u onírica.

 

De estas hay una que tiene particular importancia para nuestro estudio: la profecía del hijo que derrocará a su padre, la cual tuvo un alto impacto en la psique de la cultura grecorromana, cuya deidad arquetípica es justamente Zeus. La misma profecía se repite en el mito de Edipo, cuando el Oráculo de Delfos le presagia al rey de Tebas Layo que su hijo lo destronará, razón por la cual intenta sacrificar a su hijo Edipo.

 

Esta profecía mítica simboliza la desvinculación fraterna que sufrirá el ser humano a raíz de la evolución de su consciencia racional, al otorgarle una libertad tan poderosa que lo subleva de sus propias raíces, a las que percibe como cadenas. Por decisión propia se desarraiga de sus progenitores, come de la manzana del poder y cae del cielo. Escoge a voluntad desterrarse. Y aunque le profetizan mucho sufrimiento por esta acción, él se siente “divino”; de alguna forma se siente amo del universo. Ignora la terrible consecuencia de que a la desvinculación paterno-maternal sigue ineludiblemente la fraternal, con Caín y Abel. Esta manzana es el opio que droga a la civilización occidental desde su fundación; el opio de la libertad que embriaga de poder; el delirio de que no hay límites para el ejercicio de la voluntad pues somos soberanos herederos de Zeus.

 

Este destierro ocurrido en el mito de la caída se describe con repercusiones altamente negativas, sin embargo, tanto en la literatura semita como griega se encuentra otro mito que pincela el mismo hecho, pero ahora narrado de forma heroica, con connotaciones muy positivas. Es el del Dios-héroe salvador que vence al monstruo marino del caos: Zeus a Tifón, Yahveh a Leviatán. Representan el mismo fenómeno de liberación de las ataduras de la consciencia mágico-irracional previa. Partimos del hecho empírico de que la consciencia no nació racional lógica-matemática desde los albores de la humanidad, de lo contrario el chamanismo no habría sido nunca un fenómeno tan recurrente. El parto de la razón es doloroso y el corte del cordón umbilical que la unía a la placenta mágica previa es lo que describe toda esta mitología cuya semántica converge alrededor de un destronar el tiempo (Cronos) pasado y de un vencer la serpiente del caos irracional. En otras palabras, la descripción de la aparente supremacía de la razón sobre la magia. 

 

Queda claro, sin embargo, que no son modos de pensamiento opuestos, sino complementarios. La razón es un vástago de la magia y ambos son de la misma naturaleza, son modos de consciencia, modos de percibir existencia no errática. Por ende, todo lo que la razón “sabe” estaba ya de alguna forma prefigurado en su madre mágica, pues la materia que es objeto de sus disquisiciones conceptuales provendrá siempre de los esquemas narrativos de sus antepasados magos, brujas y chamanes. Todo lo secular respira de la atmósfera mágico-mítica del mundo y no encontraremos nunca entonces un concepto racional que no tope con un límite axiomático fuera del cual la única explicación posible es un “milagro”. En palabras menos mágicas, un “big bang”, un “colapso de onda”. En conceptos totalmente seculares: teoremas de incompletitud de Gödel. De forma que previo a la materia, lejos de haber nada, había justamente magia, la cual no se entiende, solo se vive. La nada es un concepto tán álgico para la razón justamente porque no tiene ningún andamio a la matriz precedente, no es nutrido por ningún mito y se sofoca así la razón al esfumarse de golpe la atmósfera de la que respira. Lo que queda es solo la respiración conceptual agónica de un fatal matricidio.

 

La magia como cantera de la razón en el ser humano la describió también con maestría Carl Jung, al demostrar como el inconsciente, formado por estos arquetipos mágico-míticos, determina en gran medida el comportamiento consciente del sujeto, y queda así explicado por qué los mitos tendrán siempre este carácter profético sobre la vivencia racional.  

 

Así, el mito de la caída vaticina que la autoconsciencia de la libertad personal acarrea intrínsecamente el “mal” de la des-hermandad, de la enemistad y el mito que mejor ejemplifica este fenómeno es el descrito al inicio, conocido formalmente como titanomaquia: los olímpicos derrotando a los titanes y dejando a Zeus como rey del mundo. Aquí es donde se ensalza el concepto de imperio, después dramatizado a la perfección en las historias de Grecia y Roma, con la diferencia de que el mito sufre ya secularización mediante las filosofías políticas de Platón y Aristóteles. Estos otorgan al estado o a las “polis” un matiz casi sacrosanto. Todo el pueblo debe obedecer la ley divina revelada por los Dioses a la sabia aristocracia y estos a su vez tienen el poder monárquico de someter a cualquiera, dentro o fuera de su imperio, a sus designios mediante la esclavitud o la aniquilación. Nace así la concepción helenística del “bárbaro”, como consecuencia directa de esta autoconsciencia de libre voluntad, pues lo único que tiende a mermar sus alcances es justamente el “otro”.  Afirma por ende Aristóteles: “Es correcto que los griegos manden sobre los bárbaros”.

 

El bárbaro, el otro, atenta siempre contra la soberanía del “yo” de forma que la profecía continúa cumpliéndose indefinidamente. Los altos emperadores continúan matando a todo aquel potencial revolucionario, a todo aquel capaz de destronarlo, aunque sea de su propia familia, encarnando recurrentemente el mito de Caín y Abel. Así sucede con Herodes el Grande con sus hijos Aristóbulo y Alejandro, Agripina con su esposo Claudio, Nerón con su hermano Británico, Constantino I con su hijo Crispo. En la historia más reciente, es sabido que los monarcas más importantes de los imperios cuyas tensiones desataron la primera guerra mundial eran primos: Guillermo II en Alemania, la zarina Alejandra de Rusia y el rey Jorge V del Reino Unido.

 

El complejo de Zeus se manifiesta de forma muy florida en la psique de Guillermo II, como se evidencia en el siguiente discurso:

 

“Reclutas! Me habéis jurado fidelidad ante al altar y ante un servidor de Dios. Aún sois demasiado jóvenes para comprender el verdadero sentido de todo lo que aquí se ha dicho, pero procurad ante todo obedecer las órdenes e instrucciones que os sean dadas. Me habéis jurado fidelidad, sois los hijos de mi guardia, lo que significa que ahora sois mis soldados y que os habéis entregado a mi en cuerpo y alma. A partir de ahora para vosotros existe un solo enemigo: mi enemigo. Ante las artimañas socialistas que hoy en días nos amenazan es posible que os tenga que ordenar que disparéis contra vuestros propios familiares, hermanos e incluso padres-Dios nos libre-y en ese caso deberéis cumplir mis órdenes sin discutir”

 

Y ni que decir de las ínfulas mesiánicas en Hitler también. Bajo esta mitología, el otro no puede ser nunca familia porque es siempre un potencial enemigo o porque ni siquiera tiene el mismo estatus ontológico que yo, es decir, no se considera ni siquiera humano al mismo nivel. Este complejo de superioridad que da pie a todas las jerarquías actuales se puede ver también como rezago de la tensión mítica entre olímpicos y titanes. Ya desde Homero inicia esta manía de emparentar la otredad titánica con lo inferior. Los cíclopes, hermanos de los titanes, son descritos de forma totalmente despectiva en su Odisea. Son los “soberbios”, “los que no tiene ley”, “no tienen ágoras donde se emite consejo”, “no tienen consideración con Zeus”. Es una de las descripciones más primigenias del “bárbaro” no-griego, no-sabio, eco del estruendo de la titanomaquia.

 

Pero es probablemente en el mito de Dioniso donde más se recrudece la discordia entre estos seres tan emparentados. Este heredero al trono de Zeus, hijo de Perséfone y fecundado por éste en forma de serpiente, es engañado cuando es niño por los titanes, quienes lo descuartizan y devoran toda su carne, con excepción de su corazón. El episodio desencadena la furia de Zeus quien fulmina a los titanes; del polvo de titán remanente y del corazón intacto de Dioniso se forma la raza de los humanos. El corazón de Dioniso además es implantado en Sémele, lo que permite su renacimiento. Vemos como los humanos son engendrados por la guerra de la titanomaquia y no es sorpresa entonces que la guerra continúe siendo el catalizador de nuestra civilización; es el arquetipo que continúa primando en el inconsciente colectivo occidental y tiranizando por completo nuestra realidad.

 

Sin embargo, lo que caracteriza a un mito es su carácter polisémico; la posibilidad de poder ser interpretado de múltiples maneras. La interpretación de la secta órfica-pitagórica sobre este mito es que el descuartizamiento del niño heredero al trono es una aberración, con lo cual prolongan y exacerban la enemistad con los titanes. De hecho, su doctrina se basa en la “purificación” del cuerpo de este polvo de titán constitutivo (y destructivo) de nuestro ser; un acercamiento a la luz divina mediante la ascesis, virtud indispensable para la comunión con Apolo o Helios, los dioses solares.

 

Pero otra posible interpretación es la que pone la tilde no en el desmembramiento de Dioniso per se sino en sus consecuencias: el renacimiento del héroe y el nacimiento de la humanidad. Debemos a ese acto en apariencia cruel, nuestra existencia. Aquí se perdona la acción titánica y se redime la guerra inicial. Los titanes han tenido en diversos mitos la característica de ser “benefactores” de la humanidad: Prometeo, otorgador del fuego; las musas, inspiradoras de todo el arte humano, que nacen de la comunión -en contraposición al antagonismo de la titanomaquia- entre un olímpico (Zeus) y una titánide (Mnemósine). La unión del soberano con la personificación de la Memoria da origen al arte. Así, cuando Zeus se une a la Memoria re-cuerda; se origina la inspiración divina que mueve su chordis (corazón) y las cuerdas de la la lira de Orfeo, que con su música todo lo embellece. Recuerda el divino arte que mece al alma de todos lo seres en los brazos de su amante Mnemósine, nuestro pasado más remoto.

 

¿Y no es la inspiración divina una de las características de los cultos dionisíacos más primitivos, previo a su reinterpretación órfica? ¿No inhala Dioniso el aire que sopla desde el hálito de la musa Melpómene para exhalar él su codiciado éter delirante? Es claro entonces que la existencia humana, su memoria colectiva, la belleza artística y la fiesta sagrada son astros que gravitan alrededor del fuego solar de los titanes. Y con base en esta premisa, se puede reinterpretar el mito del descuartizamiento de Dioniso por parte de estos seres de una forma mucho más bondadosa, pues representa la acción umbral para el renacimiento, la renovación y la recreación que solo la lumbrera del arte posibilita. Y esta nueva hermenéutica lanza un rayo de luz que converge en el mismo punto focal que todos los que iluminan los otros aspectos del culto dionisíaco suprimidos por la interpretación órfica: su asociación con el delirio extático, su hierofanía como dios del vino, la fiesta y la embriaguez; como dios de la fertilidad que propicia el reverdecer continuo de la naturaleza.

 

Recapitulemos: la confrontación de Zeus con el titán del tiempo Cronos genera el estatismo de los imperios, el “status quo”, la detención del flujo del tiempo que todo lo renueva. La comunión de Zeus con la titánide de la memoria lo religa más bien al origen de la civilización: las musas inspiradoras del arte. Esta unión subsana el desarraigo y el destierro provocados por la aniquilación de Tifón.  Recuerda con la música divina que es el arte el origen de la civilización y no la guerra.

 

Dioniso es la representación de la reconciliación de la luz del rayo de Zeus con la oscuridad de la reina del Hades Perséfone, mientras que las musas representan la reconciliación del presente estático añorado por Zeus con su pasado remoto (Mnemósine), que engendran la civilización del futuro, aquella donde la comunión fraterna se funde con lazos de arte en lugar de romperse con imperios de leyes y armas.

 

¿Qué simbolizan entonces en esencia Dioniso, las musas, las ménades y la inspiración en general? La regeneración continua del presente y de la vida, en contraposición a su sedentarismo patológico. El florecimiento de lo mustio. La afirmación de la vida como perpetuo movimiento creativo, cuyo motor es el pasado eterno que es continuamente re-presentado en polimórficas manifestaciones estéticas, unidas todas por una misma fragancia vital. 

 

Es una tragedia para la humanidad que haya primado la interpretación órfico-pitagórica. De acuerdo con esta, el primer momento antagónico Dioniso-Titanes engendra de inmediato el segundo: Orfeo declara su apostasía a Dioniso en favor de Apolo, quien en consecuencia envía a su séquito de ménades para que lo descuarticen. Dioniso, que es dios lunar, es rechazado en pos de un dios Solar y nuevamente se escenifica la victoria de la luz sobre la oscuridad que se había profetizado con la muerte de Tifón en manos de Zeus. Nuevamente el mito acentúa la desestimación de la hermandad.

 

Este rechazo recurrente a la naturaleza titánica y sombría de Dioniso, que también se refleja en Orfeo desconfiando de Perséfone previo a salir del inframundo, llevado a las últimas consecuencias, no es más que la alegoría del miedo a la ctónico, a lo lunático, a lo irracional. Este mito por ende profetiza el surgimiento de la cultura ateniense racional, y uno de sus fundadores es sin duda, Pitágoras.

 

Las descripciones sobre este pensador están siempre sazonadas de un picante místico, esperable pues su escuela surge en el seno de esta rivalidad razón-magia. Pero su filosofía, a todas luces, consciente o inconscientemente, se decanta por la primera. Sobre los escombros de los templos mágicos del mundo ctónico, construye más bien una escuela, que es su santuario. Ahí promueve la devoción a un Dios que es geómetra, donde la liturgia fervorosa es matemática y la gnosis racional. Mediante esos rituales del intelecto se revela la divinidad, ya no como magia experimentable, sino como armonía de los números.

 

El catalizador de este triunfo de la razón en Pitágoras, que no es más que la interpretación despectiva que de la naturaleza titánica hace, empieza a ser plenamente operativo en su psique cuando esta se enfrenta al análisis de los poderes mágicos de la lira de Orfeo. Como dijimos, mediante este instrumento Orfeo tiene el don de encantar a toda la naturaleza y a todos los seres que habitan el cosmos. Su melodía armoniosa es capaz de hacer dóciles hasta las bestias más salvajes. ¿Qué deduce el griego de esto? ¿Qué coerción podría ejercer en su mente el episodio mítico en el que Orfeo le da la espalda a Dioniso, que es el ser inspirador por antonomasia? Si la inspiración está velada en el inconsciente, la estará también en sus disertaciones conscientes. El encanto no puede venir por lo tanto de la inspiración mágica. Aplica ahora con maestría su liturgia y concluye lo inevitable: el encanto viene de las proporciones numéricas de las cuerdas de la lira. Las musas no están en una realidad trascendental, sino que cada cuerda es una musa, por lo que el análisis matemático de las mismas permitirá descifrar por completo las musas. Y dado que la lira de Orfeo fue colocada por Zeus entre las constelaciones, descifrarlas equivale a penetrar en el secreto insondable del cosmos y lograr la unión mística con su Dios geómetra.

 

Se implanta como resultado el dogma de la matemática como llave del universo. El número y la geometría como los únicos remos para dirigir la barca de la verdad en un mar en el cual los magos, por carecer de estos, naufragaron. ¿Será entonces casualidad que en nuestra cultura escaseen los templos de arte y, por el contrario, pululen las escuelas donde la matemática es obligatoria? El origen de la educación técnica sobre la educación estética deja de ser un misterio y el canto de estos sacerdotes pitagóricos aún resuena en todas las paredes de nuestra ciencia, con diferentes nombres, desde cartesianismo hasta positivismo lógico. Nuevamente la magia de secularizar: el artilugio de maquillar mitos de verdades absolutas, camuflando el origen fantástico y delirante del que se nutren. El fetiche de convertir las polisémicas ideas mitológicas en objetos de tacto como requisito para poder afirmar sobre ellas existencia y veracidad. Por eso para Platón, heredero de Pitágoras, el Demiurgo utilizó los poliedros (los llamados sólidos platónicos) para construir el universo. En nuestro tiempo ya Dios se aburrió de los polígonos euclidianos; ahora usa la geometría de Riemann.

 

La falacia de la interpretación pitagórica es de la misma estirpe que la del Gallo de Rostand, quien cree que el sol sale porque él canta. De igual forma piensa el filósofo que la lira de Orfeo hechiza por las cuerdas que la componen y sus proporciones geométricas. Pero sabemos que es el sol lo que estimula al gallo y este nada más prolonga con su canto la magia del amanecer. Así también, es la magia de la comunión con la naturaleza lo que se prolonga en las cuerdas de la lira y las hace resonar a ese son amoroso que hipnotiza. La magia de lo vital se refleja y se prolonga en diferentes manifestaciones materiales que expresan el mismo acontecimiento cósmico: el amanecer en el caso del gallo; la fraternidad en el caso de Orfeo. Lo trascendente no surge entonces de lo material, y así como el sol no surge de las vibraciones de la siringe del Gallo, así tampoco la magia de Orfeo emerge de las cuerdas de la lira y así tampoco la consciencia brota de las neuronas cerebrales.

 

Pero esta falacia no tiene límites en sus alcances. Creemos ver de la materia efectivamente surgir la magia y le llamamos tecnología. Y estamos a punto de crear incluso a un Dios, que nos superará a todos con su inteligencia artificial. La obsesión por los Melquíades que salvarán a la humanidad con la ciencia del progreso es patológica. Estamos adiestrados a pensar que la virtualidad es la trascendentalidad. Pero este mundo virtual separa más de lo que une. Acorta distancias, pero dudosamente acerca corazones, y el aumento de enfermedades mentales en adolescentes que está altamente correlacionado con la alta exposición a redes sociales es un claro indicio de que la virtualidad de las redes sociales es solo una pseudotrascendencia no fraterna, no mágica.

 

Lo confirma además el hecho de que lo verdaderamente trascendental: el sol, la luna, el mar, el azul del cielo, el amanecer, el ocaso y la respiración serena de la montaña no tienen dueño. Porque lo que efectivamente es sublime y divino le pertenece a toda la naturaleza y por ende no es de nadie y es de todos. Contrasta esto con la monopolización indudable de la pseudotrascendencia virtual, en manos de dos o tres personas, sobre la que además vertimos una gran ración de nuestro tiempo. Esta virtualidad tiene claramente dueño y todo lo que es posesión exclusiva de alguien es por definición profano, lo diametralmente opuesto a lo sagrado, que como dijimos, es comunal. Hacemos entonces un depósito del tiempo, que es sagrado, en el banco de la virtualidad tecnológica, que es profano, y esta desacralización del tiempo rasga la consciencia de raíz, sin disponer de suturas que pueden contener la exanguinación de vitalidad que borbotea de esta mortal laceración. Es esto la profanación de la consciencia y del tiempo, que es lo que se obtiene con esta plutocracia y tecnocracia; con esta conquista ya no de nuestro terreno real sino del virtual por ellos inventado. Porque la consciencia es por definición libertad y creatividad y es justo lo que perdemos cuando se lo entregamos a alguien que lo transforma en materia, pues el fin último de este proceso no es la filantropía sino el dinero. Nuestra consciencia libre queda así transformada en papeles e intentamos después paradójicamente recuperarla sufriendo la cruz laboral que nos devuelve solo una milésima de lo invertido. Nos sacrificamos dolorosamente por recuperar migajas de una libertad que nos había sido regalada a granel.

 

El otro nocivo saldo de este dogmatismo pitagórico se resume en su ideal mítico: la purificación de la naturaleza titánica-lunática-femenina, personificada por múltiples seres: Tifón, Perséfone, Hécate, Selene, Medusa, las ménades, las musas y Dioniso. ¿Y con qué estrategia? Subyugándola. Porque en lugar de interpretar la magia de la lira de Orfeo como la capacidad de encantar a todos los seres para congregarlos en una festividad musical, deducen que su efecto es el de domesticarlos. La lira no los hace dóciles para que puedan recibir un encanto amoroso fraterno; la lira los doma para poder conquistarlos. ¿Cómo se ha revelado en la historia este ideal profético? Mediante el imperialismo purificador occidental ejercido sistemáticamente contra las mujeres, los bárbaros, los paganos, los judíos, los salvajes, los indígenas. La conquista de las “razas inferiores” a través del complejo militar-tecnológico y de la mano siempre de la ciencia matemática, ritual a través del cual se depuran de cada polvo de titán -es decir, de cada cultura diferente- que es expulsado para siempre del horizonte visible. Y lograron incluso secularizar aún más esta mitología de purificación mediante la filosofía de Nietzsche del “superhombre” y mediante la ciencia Darwiniana, aduciendo que no es mito, es selección natural y supervivencia del más apto. O según el biólogo Dawkins, es el resultado esperable de los genes egoístas. Millones de seres humanos y que pocos han sido los aptos (¿o elegidos?) para esta secta bendecida con la mayor cantidad de genes egoístas que les permitió el dominio de todo un planeta.

 

A través de estas doctrinas órfico-pitagóricas fue que nos transformamos en el Homo sapiens: el que sabe. Y las musas, aburridas de tanto rigor intelectual, se han escondido de nosotros, que lo que realmente somos es el Homo musicalis. Sin la música la existencia del ser humano perdería de golpe todo el sentido. No ha existido cultura sin música y a la música acude siempre el humano que necesita refugio. La música es nuestra eterna cónyuge por esa mirada tan compasiva y empática que nos devuelve; desciframos a través de sus gestos lo que de nosotros no entendemos. Es la servicial moza de todo ese pesado bagaje del alma que las palabras ya no logran cargar en su lomo; la portavoz de nuestras emociones más arcanas; la madre que nos sosiega con sus canciones de cuna. No es una sofisticación tardía de nuestra especie sino el abono que le permitió florecer en primera instancia; el hilo que teje nuestro ADN. Su mismo nombre denota nuestra interpretación mítica: musica-musas. Esas tres letras apuntan siempre a esas sabias abuelas que nos entregaron todas las semillas de la auténtica civilización. Aquella donde la fiesta sagrada prevalece sobre el trabajo esclavizante. Si somos capaces de recordarlas, nuestro corazón, que es herencia de Dioniso, volverá a afinar sus cuerdas con sus melodiosas voces y podremos compartir con ellas un festín copioso de sentido. Nos recordarán que nuestra función cósmica es musicalizar la vida y que la lira de Orfeo es en realidad nuestro corazón. Cuando aprendamos a usarlo de nuevo, veremos nuestra alma transformarse en un diccionario musical-poético que traduce continuamente el críptico dialecto estético que vocifera la divinidad trascendental. Presenciaremos la teofanía sonora mediante la cual el universo nos revela su enigmática ontología: la fiesta perpetua de la creación.

 

Por esto es que nuestra esencia se inclina mucho más a la fiesta que al saber o al trabajo. Todos nuestros instintos nos llaman al ambiente festivo. Fueron probablemente nuestros dotes musicales los que aumentaron nuestra gran flexibilidad muscular hace millones de años en comparación con otros primates. ¿Qué propósito tiene nuestra difícil posición erguida? ¿Cómo logramos oponer tan fácilmente el pulgar? ¿Cómo vocalizamos tantísimos lenguajes? A esas incógnitas que se han quedado sin respuesta por años yo planteo la siguiente hipótesis: lo hicimos para poder bailar y cantar alrededor del fuego y reflejar de esta forma la música de las esferas orbitando alrededor del sol, la fiesta de la creación.  Así que no creo en eso de sapiens sapiens…saben todos los animales muchas cosas mejor que nosotros. Pocos bailan como el ser humano.

 

Así las cosas ¿qué esperanza tenemos en este momento de la historia, ahora cuando las musas siguen esquivas y este complejo olímpico de Zeus parece haber colonizado ya todo el relieve mental del psiquismo occidental? Recordemos que los titanes devoran solo la carne de Dioniso y dejan indemne su corazón, su chordis, que lo único que tiene impreso es el mundo fantástico infantil: el de las hadas, y el del canto sagrado de las musas. Este corazón es el que renace virginalmente en Sémele quién da a luz por segunda vez al niño, pero prescindiendo ya de la semilla del padre Zeus, el primer gran imperialista. En su primera corta vida Dioniso se despojó de su carne heredera a la grandeza de los imperios y ahora el único recuerdo impreso en su corazón es el juego con las musas, que son los fundamentos musicales y poéticos de una civilización realmente fraterna. ¿No expió entonces el descuartizamiento su naturaleza olímpica maquiavélica? ¿No lo dejó solo como un niño inocente, sin delirios de grandeza imperial y, por lo tanto, inerme?  Las espinas de nuestra carne es lo que la crueldad titánica extirpa; la proclividad a considerar la des-hermandad y la guerra como ineludibles para la humanidad. 

 

Las remembranzas de esta exégesis del mito con lo narrado en los evangelios sinópticos son evidentes. Jesús nace de una madre fecundada por un espíritu teriomórfico encarnado en una paloma, tal como la madre de Dioniso es fecundada por un espíritu encarnado en una serpiente. Y tal como Dioniso es descuartizado por la naturaleza bárbara de los titanes, Jesús es crucificado por la naturaleza impía de los Romanos. Los dos renacen, descienden al inframundo y son adorados como dioses del vino. El vívido ropaje mitológico y de carácter profético que reviste la historia de Jesús probablemente se deba a que es uno de los primeros filósofos de Eurasia en el que el complejo de Zeus está completamente ausente de su subconsciente, dando paso a que brote en él con vigor esa apreciación de la naturaleza titánica opuesta a la órfica-pitagórica. Es inevitable entonces que lo que más profese sea la expiación de una culpa original, es decir, que predique a gritos el perdón.  

 

Jesús redime con su vida la crueldad titánica (“Perdónalos Padre, que no saben lo que hacen”). Propone un reino muy diferente (“Tu lo has dicho: mi reino no es de este mundo”) y esto lo hace un potencial revolucionario que hay que matar. Su total desestimación a las leyes del orden vigente, tanto fariseas como romanas, presuponen una completa desestabilización del imperio, pues incitan a la desobediencia civil. Su prédica es una cátedra sobre lo absurdo de la jurisdicción de la civilización en la que vive, del reino de este mundo, sin que eso implique la violencia para combatirlo. Sus armas son siempre el perdón y el amor.

 

“De cierto os digo, que, si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos"

 

“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”

 

¿Cuál es entonces la diferencia con el mito dionisíaco? El desmembramiento de Dioniso renueva la naturaleza marchita mientras que el de Jesús renueva los corazones marchitos. En el fondo la diferencia es resultado de esta mutación mental que permitió a la razón esgrimir tanto contra la magia hasta lograr separarse por completo de este pneuma que todo lo impregnaba. Logró dejar de percibir ese espíritu universal, ese anima mundi, ese maná y abstraerse por completo hasta hacerse un YO. Logró elevarse sobre las tinieblas y llegar al Sigo de las Luces y considerarse la medida de todas las cosas. Yo soy el que soy (YHWH) se hace llamar el Dios de Israel que con orgullo derrotó la naturaleza caótica de Leviatán. Así, el culto es crístico cuando ya el humano ha levantado un muro infranqueable entre él y la naturaleza y es dionisíaco cuando el ego no se ha enajenado al extremo de creerse desarraigado de esa selva que lo arrulló en su maternal regazo mientras crecía. Ambos son rituales de renovación de la vitalidad, solo que, en el primero, de una vitalidad amputada de su aspecto selvático, que ya parece no formar parte del YO, pues la consciencia lo localiza muy distante y diferente de lo que ella es. La renovación pierde así su connotación de fertilización y mantiene solo su acento de renacimiento, lo que libera al ritual del tono erótico. Así, aunque en la psique de Jesús no ejerza coerción el puritanismo órfico-pitagórico, sí que los hace en los alejandrinos que conformaron los rituales de la iglesia rígida que él nunca fundó.  Esta doctrina, perpetuada desde Clemente de Alejandría hasta la Inquisición y las Cruzadas, es el cemento que levantó ese muro entre el corazón del hombre y el corazón de la naturaleza. Es ella lo que hace que el culto crístico, a pesar de estar más emparentado con el éxtasis dionisíaco que el ascetismo órfico, mantenga siempre una ambivalencia entre estos dos polos con respecto a la moral sexual, habiéndose exaltado y condenado la misma en nombre de Cristo múltiples veces a lo largo de la historia.

 

Es fácil ver con este análisis que la historia de Cristo tenga tantos tintes mágicos; la consciencia de sus evangelistas estaba embriagada de mitología dionisíaca-titánica y por esto sus narraciones tienen mucho más carácter de realismo mágico que de historia fáctica. El error del cristianismo es atribuir verdad suprema a la filosofía de Cristo por la facticidad de sus milagros, que es una ingenuidad. Su valor es la concordancia entre su filosofía del amor y los actos con los que la respalda. Personifica el acto redentor hacia los titanes con lo cual se cierra la herida de la titanomaquia. Abel perdona a Caín, porque no sabía lo que hacía, estaba solo influenciado por una mitología.

 

La entrega total de Cristo a la muerte, su absoluta confianza en los designios del Hades, lo hace merecedor de la vida plena en un solo paso, en contraposición al purgatorio que la metempsicósis pitagórica exige. Su sacrifico santifica la muerte y nos levanta el velo que las otras doctrinas “fariseas” dejaron caer sobre nosotros. Es por esto que “murió para salvarnos”.  Nos devuelve la llave de la fraternidad, el famoso reino que no es de este mundo y no tiene fin.

 

Hacer paces con la muerte es aceptar la vida en su polo contrario. Eso es sacrificarse. A la larga es aportar algo novedoso, al superar la inercia mental de considerar la destrucción como intrínsecamente vil, lo cual dista mucho de interpretar que sean los humanos los que deban encarnar esta función mediante la guerra. La deben encarnar mediante un ímpetu destructivo pero encauzado a superar los sistemas de pensamiento o los hábitos que se han anquilosado y cuya rigidez artrósica promueve fracturas patológicas de los vínculos humanos. El perdón, el arte creativo, el altruismo son grandes ejemplos de ese ímpetu destructivo: destruyen respectivamente el hábito del ojo por ojo, el hábito del dogma y el hábito del yo. Esos actos nos revelan la esencia del amor:  la energía que sublima el instinto de conservación y lo transforma en disposición al cambio. Revive lo fosilizado.

 

La profecía de la segunda venida de Cristo es la promesa de paz y fraternidad si todos fuéramos capaces de adoptar esa cultura del perdón. El primer paso para concretar este objetivo es reconocer este poder de la arquitectura mítica inconsciente. La frase “Perdónalos porque no saben lo que hacen” gira en torno a esta idea. De que no existe un ser aislado del mundo, todos actúan imbuidos en la misma matriz, todos respiran el mismo éter y reciben la luz de la misma estrella. Todos participan por ende de un inconsciente colectivo. Y en un mundo donde todo se comparte y todo es socializable, cada organismo trasluce en diferente grade esa tintura de su ambiente. La relación individuo-ambiente es totalmente bidireccional: el ambiente produce los organismos tanto como los organismos producen el ambiente. O, en otras palabras, el inconsciente colectivo tiraniza las actitudes de los sujetos tanto como las actitudes del sujeto mantienen vigente ese inconsciente; en nuestro caso, el complejo de Zeus.

 

En esa relación circular cada acción individual está parcialmente condicionada, nunca es totalmente espontánea. Esto no significa que el ser humano no sea libre, significa solo que no es errático. Su accionar está abierto a múltiples posibilidades, pero es posible escudriñar cada una de ellas a la multiplicidad de causas que la gestaron en el vientre de su consciencia. Y así, en cada decantación de su voluntad genera a la vez una dosis de libertad y un sedimento de culpa (pues justamente pudo haber actuado diferente). Pero este sedimento tendrá siempre trazas rastreables al contexto, al ambiente, al inconsciente mítico. Y como concordamos que este último lo construimos y mantenemos todos los individuos, cada uno de nosotros participa en mayor o menor medida de cualquier acción moralmente reprochable que suceda en el mundo. Esto es nuestro “pecado original”. El mal nunca surge por completo unidireccionalmente desde el individuo aislado hacia el ambiente, solo en un porcentaje variable, y es la fuerza de la mitología en la que el sujeto vive la que puede ir aumentado progresivamente el espesor de culpa atribuible a ese “hollín” del ambiente.

 

Es innegable que hay sistemas que producen más mal que otros y los identificamos fácilmente por la cantidad de prisiones y armas que la alta jerarquía de este contribuye para intentar domarlo. En otras palabras, la proporción de energía que un sistema invierte en la producción de armas es directamente proporcional al porcentaje de mal que esparce al ambiente, cimentando cada vez más la mitología olímpica.

 

Si somos realmente conscientes de esto, sabremos que en un sistema así se vuelve posible expiar con facilidad la culpa individual; se vuelve posible el acto del perdón que redime el pecado original. El perdón corta esa reacción en cadena de violencia autorregenerativa, trascendiendo la "ley" newtoniana de acción-reacción. Es el único mecanismo capaz de extinguir esa perversa retroalimentación positiva de una matriz social que respira de la violencia. Cada perdón deshilacha una hebra de esa telaraña de vileza y la adhesión de todos los individuos a este artificio del amor dejaría ese tóxico tejido social totalmente raído. El perdón es así la única herramienta que disponemos para roturar por completo ese terreno abarrotado de cizaña y descubrir bajo ella la tierra preta que la fraternidad humana es capaz de producir. Solo entonces exhalaremos el fecundo viriditas y escucharemos el redoble de nuestros corazones nobles anunciar con brío el tiempo de la floresta. La profecía del reino de los cielos será una realidad.




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