Reflexión sobre la teodicea
- fran4933
- 11 ene
- 2 Min. de lectura
Hay muchos que se preguntan cómo de la energía omnipoderosa que llamamos Dios pudo haber surgido un mundo con mal y sufrimiento. La teodicea es una especulación sobre por qué esta energía, cuya omnipotencia es crear incesantemente, no nos creó omnibondadosos y omnisapientes para nunca errar. Se resumen entonces en la incógnita: ¿por qué Dios no solo se multiplicó él mismo millones de veces? ¿Por qué Dios en vez de crear no solo repite? Se olvidan que creación es novedad; que es libertad para modificar lo previamente dado.
La energía creativa es además energía amorosa, porque el amor -que al igual que la creación, todo lo transforma-es libertad. Eros es libertad y por eso también se le llamaba a este dios Eleuterio (el "libertador"). Una energía creativa sin libertad para ejercerla sería un oxímoron. Al tener solo que duplicar eternamente lo ya dado, no existiría el flujo del tiempo, a lo mucho solo un cascarón de presente totalmente desprovisto de vida. Un metrónomo o un péndulo, pero nada de música. La teodicea aquí se podría replantear como: ¿por qué el cielo no es hermético, de forma que nadie pueda nunca tener libertad de salir de esa vivencia celestial? En otras palabras: ¿por qué el cielo no es una cárcel y Dios un dictador del bien? ¿Por qué Dios, que es libertad creativa pura, no sacrifica su prístina esencia para hacer un mundo mejor? O aún mejor: ¿por qué Dios, que es la fuente perpetua de toda la existencia, no deja él de existir para que vivamos nosotros más plenos? En su núcleo aparentemente insondable, la teodicea se condensa en el misterio: ¿por qué Dios no puede ser y no ser al mismo tiempo? Esa es toda la cuestión.
No es más que un pútrido resentimiento por ser humanos y no dioses. Un nauseabundo rencor por poder hacer de nuestro mundo lo que queramos y no estar encadenados a una vivencia extática eterna, sino solo cuando estemos dispuestos a reeexperimentarla. Una absurda antipatía de que nos haya tocado ser la encarnación de la libertad. Aspiramos a ser dioses pero la primera dosis de libertad y por ende de responsabilidad que se nos fue dada, nos provocó una angustia paralizadora. Hemos llegado a un punto de la historia donde la esperanza de un mundo mejor parece ser solo un espejismo teórico. Como si la libertad fuera un don de los mesías y no la entelequia de la humanidad. Somos la abeja que olvidó cómo se producía la miel, la araña que no recuerda cómo tejer, la vaca que ya no da leche, el perro que olvidó cómo ladrar. Nuestra esencia pasó de ser la libertad a ser el llanto y el rechinar de dientes. Hemos preferido suicidarnos con tal de no sacrificarnos. Los únicos frutos que damos ahora vienen podridos y apestan a conformismo y resignación.
La humanidad está marchita y nadie le recuerda que está en su propio corazón el néctar que debe libar para colmar de dulzura su existencia; para continuar alzando vuelo hacia el cálido sol y evitar precipitarse agónicamente en el sarcófago helado del Cocito, condenada para siempre de traición a su propia sangre.
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